El tercer estado de alarma

I

El RD 926/2020, de 25 de octubre, por el que se declara el estado de alarma para contener la propagación de infecciones causadas por el SARS-COVID-19, aprobado y publicado en domingo, ha recibido, desde el punto de vista jurídico, más palos que una estera. Y la cosa se ha agravado, si cabe, después de la sesión del Congreso de los Diputados del jueves 29, de la que luego se hablará. Y -ya el remate- el anuncio de la Presidenta de la Comunidad de Madrid, el mismo día, de que -para comenzar- sólo cerraba su región para el puente de los Santos y para el siguiente, el de la Almudena. Tirios y Troyanos, siempre con las espadas en algo, parecieron ponerse de acuerdo por una vez, aunque sólo fuese para hacerle la pinza a la buena mujer: todos la criticaron, los hunos por lo uno -por no cerrar a cal y canto- y los hotros por lo inverso, por no abrir de par en par. Pero todos con la misma diana.

 Del contenido del citado RD -empecemos por su exposición- merece destacarse lo siguiente:

– Art. 2, Autoridad competente.

Lo es -la autoridad competente delegada, pero plenipotenciaria- el Presidente de la Comunidad Autónoma de turno, identificado como tal órgano unipersonal. Como explica el apartado 3, serán ellos quienes puedan dictar “las órdenes, resoluciones y disposiciones para la aplicación de lo previsto en los artículos 5 a 11”. O sea, todo lo contrario del mando único. Descentralización sin límites.

Más aún: “Para ello, no será precisa la tramitación de procedimiento administrativo alguno ni será de aplicación lo dispuesto (sobre control judicial ex ante en la LJCA)”. Barra libre.

¿En qué consisten esas medidas? Pasemos a ello.

 

– Art. 5, Limitación de la libertad de circulación de las personas en horario nocturno.

 

En román paladino, el toque de queda. Que por las noches la gente -los jóvenes, que son los más propensos a la tentación y representan el gran foco de contagios- se quede en casa.

 

– Art. 6: Limitación de la entrada y la salida en las comunidades autónomas y ciudades con estatuto de autonomía.

 

Es el confinamiento por así decir regional. Se le suele llamar perimetral, pero en realidad se trata de un pleonasmo porque, bien mirado, todo confinamiento (un corralito, se diga como se diga) debe tener un perímetro, así sea más pequeño -en la casa de cada quien- o más grande -el planeta tierra-. Hay que puntualizar las cosas y emplear la lengua castellana con el sentido propio de las palabras.

El cierre de todo un territorio -partiendo de la base científica de que como el problema  resuelve es aislando a las personas, sobre lo cual no deja de haber debate: más  tarde  se irá a ello-, ora la reducida Navarra o la ancha Castilla y León, puede tener sentido si se trata de una zona con datos epidemiológicos particularmente buenos, en cuyo caso se pretende defenderla del entorno (poner una barricada, para entendernos), o por el contrario si sus números son peores que los de los lugares circundantes, en cuyo caso, por el contrario, lo que se busca es que sean los vecinos los que no salgan perdiendo con los contactos.

Siempre, con una premisa que, incluso bajo las tesis más proclives a los cerrojazos, resulta muy discutible: se persigue impedir que el virus viaje -que haga grandes trayectos- porque es ahí donde está el problema. Y es que si el contagio se produce por aerosoles -el aliento, para hablar claro-, el enemigo es el que está muy cerca.

Todo se podría explicar mejor, una vez más, con un poco de sinceridad: se trata de que los que viven en Madrid no se vayan a sus segundas residencias, en singular en la costa, sea la mediterránea o la cantábrica, para lo cual por cierto hay que atravesar alguna de las dos Castillas. Pero ya se sabe que a nuestra clase política –la casta, como se decía antes- le cuesta mucho llamar al pan pan y al vino vino. Todo son circunloquios. 

La noticia de ABC de 29 de octubre lo dejaba claro: “Confinamiento en Valencia: la Generalitat cerrará la región si Madrid no prohíbe los desplazamientos”. Si yo pongo el candado es para que no vengan ellos

Y ello sin perjuicio de poder establecer corralitos más estrechos aún -municipios, distrito, barrio, manzana, …-, conforme a lo establecido en el apartado 2: “(…) la autoridad competente delegada que corresponda podrá, adicionalmente, limitar la entrada y salida de personas en ámbitos territoriales de carácter geográficamente inferior a la comunidad autónoma y ciudad con Estatuto de autonomía”. Como es obvio, cuanto más reducido el perímetro, o sea, más restringido el derecho fundamental de ir y venir, de entrar y salir, menos contactos -menos cercanía- entre personas habrá.

– Art. 7, Limitación de la permanencia de personas en espacios públicos y privados.

 

El famoso tope de seis personas, salvo convivientes.

Pero el número se muestra flexible. ¿En base a qué? ¿Hay por ventura indicadores o parámetros mínimamente objetivos, ya lo sean epidemiológicos o también asistenciales, y siempre con fijación de los debidos umbrales? No. La delegación de la competencia lo es sin límites o matices: “La autoridad competente delegada correspondiente podrá determinar, en su ámbito territorial, a la vista de la evolución de los indicadores sanitarios, epidemiológicos, sociales, económicos y de movilidad, previa comunicación al Ministerio de Sanidad y de acuerdo con lo previsto en el artículo 13, que el número máximo a que se refiere el apartado anterior sea inferior a seis personas, salvo que se trate de convivientes”. Comunicación a la Administración General: sólo eso. Ni autorización del Estado ni nada que se le parezca. Y, por supuesto, sin necesidad de que los jueces tengan que verlo con carácter previo.

Esa ausencia de indicadores es lo más importante (y grave) de todo. Una vez más, donde hay que poner el foco es en lo que no se dice. Los silencios, siempre más elocuentes que las palabras.

– Art. 9. Eficacia de las limitaciones.

 

Todo -salvo el toque de queda del Art. 5, que sí se impone con carácter nacional y en el que sólo caben ajustes de horas- quedó en las libérrimas manos de las CCAA. O, más aún, de sus Presidentes: es ese el órgano que recibe la delegación. Y ello con un margen de apreciación que no encuentra el menor condicionamiento mínimamente concreto (y por tanto controlable, aun ex post), a salvo de nuevo de la mención -retórica- a “la evolución de los indicadores sanitarios, epidemiológicos, sociales, económicos y de movilidad, previa comunicación al Ministerio de Sanidad y de acuerdo con lo previsto en el artículo 13” (apartado 1, primer párrafo).

Aunque, eso sí, con una limitación cronológica en forma de mínimos: “La eficacia de la medida no podrá ser inferior a siete días naturales”, debe entenderse que continuados. ¿Por qué precisamente siete días y no menos o -como todo parece aconsejar para ver la eficacia de las medidas- algo más? Una vez más, la respuesta se buscará en vano.

 

– Art. 10, Flexibilización y suspensión de las limitaciones.

 

Por si alguna duda quedaba de que para las CCAA todo el monte es orégano, el precepto se ocupa de proclamarlo urbi et orbe: “La autoridad competente delegada de cada Comunidad Autónoma o ciudad con Estatuto de Autonomía podrá, en su ámbito territorial, a la vista de la evolución de los indicadores sanitarios, epidemiológicos, sociales, económicos y de movilidad, previa comunicación al Ministerio de Sanidad y de acuerdo con lo previsto en el artículo 13, modular, flexibilizar y suspender la aplicación de las medidas previstas en los artículos 6, 7 y 8, con el alcance y ámbito territorial que se determine”. Una vez más, los tales indicadores no se identifican.

Y lo mismo si, luego de abrir la mano, lo que sobrevenidamente procede es, como diría Enrique Jardiel Poncela, el freno y marcha atrás: “La regresión de las medidas hasta las previstas en los mencionados artículos se hará, en su caso, siguiendo el mismo procedimiento”. O sea, sin trámite alguno, como no sea, y a reserva de lo que se dirá sobre el Art. 13, la tal comunicación.

En resumidas cuentas, lo que se pone en las manos de las CCAA no es un cheque en blanco, sino un talonario de cheques en blanco. Todo queda a su albur -va a haber 17 estados de alarma diferentes-, salvo, eso sí, el confinamiento domiciliario. El más estricto de todos. En ese momento, el autor de la norma estatal entendió que a las CCAA les bastaría con apretar a la gente -sobre todo, a los jóvenes- sin necesidad de tener que llegar a ahogarla.

 

– Art. 12, Gestión ordinaria de los servicios.

 

“Cada Administración conservará las competencias que le otorga la legislación vigente, así como la gestión de sus servicios y de su personal, para adoptar las medidas que estime necesarias, sin perjuicio de lo establecido en este real decreto”.

 

– Art. 13, Coordinación a través del Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud.

 

Una de las claves: “Con la finalidad de garantizar la necesaria coordinación en la aplicación de las medidas contempladas en este real decreto, el Consejo Interterritorial (CI) del Sistema Nacional de Salud (SNS), bajo la presidencia del Ministro de Sanidad, podrá adoptar a estos efectos cuantos acuerdos procedan, incluidos, en su caso, el establecimiento de indicadores de referencia y criterios de valoración del riesgo”.

¿Con qué régimen de mayorías? El asunto también resulta controvertido, como, una vez más, veremos luego.

 

– Art. 14, Rendición de cuentas.

 

Se trata del control parlamentario por vía de comparecencia: “En caso de prórroga, el Ministro de Sanidad comparecerá quincenalmente ante la Comisión de Sanidad y Consumo del Congreso de los Diputados para dar cuenta de la aplicación de las medidas previstas en este real decreto”.

Que se hable de una comparecencia de quince días en quince días significa que se está pensando en una prórroga mayor, por supuesto. Y también resulta muy ilustrativo que se mencione al Ministro de Sanidad, y no del Presidente del Gobierno, y, dentro del Congreso de los Diputados, de la Comisión correspondiente -con luz y taquígrafos, eso sí- y no del Pleno. 

– En fin, DF Primera, Habilitación.

 

Si es un Real Decreto, que se pueda modificar por otro de ellos resulta algo tan obvio que no tendría que necesitar ningún título o permiso explícito. Pero lo tiene, en los siguientes términos: “Durante la vigencia del estado de alarma declarado por este real decreto, el Gobierno podrá dictar sucesivos decretos que modifiquen lo establecido en este, de los cuales habrá de dar cuenta al Congreso de los Diputados, de acuerdo con lo previsto en el artículo 8º.2 de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio”. Modificaciones tanto para abrir como para cerrar, por supuesto

 

Hasta aquí, la exposición, sine ira et estudio, del RD 926/2020, de 25 de octubre. Como se indicó al inicio, las críticas que ha merecido, en lo jurídico y en lo político, han representado una verdadera tromba. Y con palabras muy gruesas, entre ellas de la “dictadura”. Con citas a Carl Schmitt, incluso.

 

No hace falta recordar que todas esas medidas se añaden a las que existían, tales como las establecidas por la Orden SND/422/2020, de 19 de mayo, por las que se regulan las condiciones para el uso obligatorio de mascarilla durante la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19.

 

I I

 

Pero los acontecimientos se precipitaron. La prórroga necesita el permiso del Congreso de los Diputados, pero sólo después de quince días, o sea, el 9 de noviembre, lunes, día precisamente de la Almudena. Pese a ello, aquí el Gobierno la pidió de inmediato y la obtuvo: el día 29. El BOE del 4 de noviembre publicó la Resolución del Congreso donde se recogen los resultados de la votación, que se plasmó en los siguientes puntos:

 

– Primero y segundo: Prórroga, y hasta el 9 de mayo, nada menos. Seis meses.

 

– Tercero: Se recuerda el portillo abierto por el RD en su DF Primera, al prestar acogida anticipada a “los Decretos que se adopten en uso de la habilitación conferida por la disposición final primera del citado Real Decreto 926/2020, de 25 de julio”.

 

– Cuarto: Son modificaciones directas del citado RD. En concreto, del Art. 9, Eficacia de las limitaciones -se añade el toque de queda al menú que pasa a estar disponible para la voluntad de las CCAA: ya no subsiste ninguna medida nacional-; Art. 10, Flexibilización y suspensión de las limitaciones; y Art. 14, Rendición de cuentas, para que el Presidente sufra el suplicio de ir al Pleno del Congreso de los Diputados cada dos meses, aunque, en revancha, aliviando un poco al Ministro, al reducirse sus comparecencias obligatorias de quincenales a sólo mensuales.

 

Y también, siempre dentro del nuevo texto del Art. 14, con una especie de test intermedio el 9 de marzo: “(…) transcurridos cuatro meses de vigencia de esta prórroga, la conferencia de presidentes autonómicos podrá formular al Gobierno la propuesta de levantamiento del estado de alarma -sólo eso: formular la propuesta-, previo acuerdo favorable del CI del SNS -¿con qué quórum?- y a la vista de la evolución de los indicadores sanitarios, epidemiológicos, sociales y económicos”. ¿Qué indicadores? Una vez más, la pregunta -la clave de todo- es meramente retórica.

 

En base a esa resolución del Congreso de los Diputados, se dictó otro RD, el 956/2020, de 3 de noviembre, por el que se prorroga el estado de alarma. Se publicó también el 4. Mismo día en que, en fin, la Comunidad de Madrid anunció que el siguiente fin de semana largo -el que empezaba el 6, viernes- tampoco se podría salir de la región ni, por si acaso alguien lo pensaba, entrar en ella.

 

Y eso sin contar lo que las CCAA (incluso antes del 25 de octubre) han ido disponiendo, como por ejemplo el cierre de la hostelería las 24 horas. Una manera efectiva (aunque indirecta: ya se sabe que aquí la semántica es importante y hablar de confinamiento domiciliario suena fuerte) de que la gente -jóvenes, sobre todo, que echan el día en los bares- se quede en casa.

 

III

 

La situación de hecho que da lugar a todo ello cuenta ya con alguna antigüedad, porque llevamos con la pandemia muchos meses. De la primera declaración del Estado de alarma, el remoto 14 de marzo -RD 463/2020-, se ha cumplido ya más de medio año. Diríase que lo excepcional, en cuanto patológico y por ende naturalmente limitado en el tiempo, se ha convertido en algo cronificado o incluso rutinizado.

Lo cierto es que los datos de finales de octubre en toda Europa -los indicadores, para seguir con la palabra que ha hecho fortuna- son no sólo horribles sino, como regla general (Cataluña y Madrid parecen ir, poco a poco, en la dirección buena), crecientemente horribles, sin que nadie solvente acierte a saber las causas ni, menos aún, haya señalado a punto fijo dónde hay que buscar los remedios. El 1 de noviembre, domingo también, ABC dedicaba al asunto dos páginas, bajo el rubro “División entre los científicos”, exponiendo, de entrada, la opinión por así decir convencional: el problema se encuentra en los contactos entre la gente y por tanto el modelo vital vendría a ser el de un San Benito de Nursia (480-547), o sea, volvernos todos eremitas y huir del mundo -como los escapistas-, o al menos establecer medidas de separación de unos con otros, porque estamos infectados por una suerte de peste porcina y lo que hay que hacer es no arrimarse. Es la base en la que se están apoyando los Gobiernos europeos, bien que, eso sí, sabiendo lo antinatural de la medida -el hombre es un animal social, como sabemos desde Aristóteles; el yo es un nosotros: Hegel- y sus cataclísmicas consecuencias económicas, porque el mercado, antes de haber devenido una abstracción, define un lugar físico: el sitio donde la gente, para comprar y vender, se ve las caras y se da la mano.

Pero no es la única de las opiniones posibles. La Declaración de Great Barrington constituye un verdadero manifiesto contra los confinamientos, incluso desde el punto de vista estrictamente sanitario. La protección, se dice, hay que focalizarla en las personas mayores y más vulnerables -los otros se irán inmunizando solos: la famosa analogía del rebaño-, porque los cierres indiscriminados, sea uno u otro su radio, sólo sirven para dilatar los brotes en el tiempo y al cabo agravar aún más las cosas, amén de tener efectos espeluznantes para la economía y la vida en general. A la fábrica hay que ir a trabajar y sin vernos y reunirnos (y abrazarnos) no seríamos nosotros mismos: incluso los monjes de clausura, lejos de la regla benedictina inicial, disponen -desde la reforma del siglo XII, por poner una referencia en el tiempo- de un cenobio para encontrarse algunos ratos de la jornada.

Enfrente están, por seguirnos quedando en los pronunciamientos de los que en teoría saben de algo, los promotores y firmantes del llamado John Snow Memorándum, en honor al nombre de uno de los fundadores de la epidemiología moderna, que representan la mayoría, la ortodoxia, la corrección política o como la queramos llamar y que por supuesto afean la opinión de sus colegas al calificarla de “una peligrosa falacia no respaldada por la evidencia científica”.

Pero lo cierto es que hemos llegado a noviembre y cada vez son más los Gobiernos del continente que, desbordados por los acontecimientos, están volviendo al confinamiento más estricto. Más o menos estricto, por supuesto, y siempre sabiendo que hay familias numerosas o muy numerosas cuyos miembros conviven -donde no cabe meter a cada uno en una celda- y sobre todo gente que habita en grupo, o casi en comuna, como los ancianos en las residencias. O muchos inmigrantes en pisos-patera.

En el panorama europeo, el RD del domingo 25 de octubre y la resolución del Congreso de los Diputados del 29 no eran de lo que iba más lejos a la hora de los cierres: como explica El País en un artículo del domingo 8 de noviembre, concurren “motivos económicos, políticos, sanitarios y sociales” que “explican que fueran necesarios más contagios que en otros países para aplicar algunas restricciones”. Había y hay medidas más intensas o restrictivas de los derechos de movilidad -o sea, estableciendo un perímetro más reducido: casi un zulo, el confinamiento llamado domiciliario, con todas las excepciones que cosas tan dramáticas requieren- y también más extensas, o sea, más prolongadas en el tiempo, porque otra de las incertidumbres es la que tiene que ver con el número de días que hacen falta -todo parece indicar que cada vez más- hasta poder saber si una medida -en principio, nada simpática, por supuesto- surte los efectos pretendidos. Todo el mundo, empezando por los que teóricamente saben, van a tientas. Estamos en un escenario de ensayo y error, en el sentido más primario y tosco.

Y eso (dando por supuesto que los datos sean de calidad, lo que significa en primer lugar que se encuentren actualizados) sin olvidarnos de que -si es que las medidas se observan, lo que no depende sólo de su publicación en un Boletín Oficial-, en caso de que los resultados vayan siendo menos malos -los famosos indicadores-, resultará materialmente imposible atribuir la autoría a una u otra de las varias restricciones: ¿el toque de queda? ¿los confinamientos? ¿el uso de las mascarillas? Y lo mismo si las cifras salen mal y hay que preguntarse por dónde hay que imponer las nuevas prohibiciones. Cualquier decisión que se adopte, incluso si se guiara sólo por razones científicas, tiene mucho de conjetural.

Eso, sin contar con lo que ya se ha dicho: las decisiones que, antes y después del 25 de octubre, han ido adoptando las CCAA, como por ejemplo el cierre de la hostelería. Cada territorio es un mundo.

 

IV

 

Por supuesto que el planeta de lo jurídico es, en ese tipo de situaciones tan drásticas, meramente instrumental. Y sin duda también que ningún ordenamiento, por omniscientes que se mostrasen sus autores (el famoso “legislador”), podía haber previsto, a comienzos de marzo, una pandemia como la que se nos ha venido encima. Una verdadera plaga bíblica, de la que este mundo tecnificado creía estar a resguardo. Las medidas preventivas parecen mostrarse las únicas posibles, como en la época medieval, porque, una vez que uno cae enfermo, puede ser que no haya remedio y además los Hospitales entre tanto se colapsan fatalmente.

¿En qué consistía ese ordenamiento en aquella sazón? Baste recordar algunos preceptos. En apretada síntesis:

1) La Constitución de 1978 proclamó entre los derechos fundamentales el muy obvio que consiste en entrar y salir, o sea, ir y venir. Art. 19, párrafo 1: “Los españoles tienen derecho a elegir libremente su residencia y a circular por el territorio nacional”. Y “asimismo, tienen derecho a entrar y salir libremente de España”, sin que quepan limitaciones “por motivos políticos o ideológicos”.

Por supuesto que la salud de cada persona presenta (hasta que el río de cada quien vaya a parar a la mar, por decirlo con la conocida metáfora hidráulica que, con origen en Heráclito, recogió nuestro Jorge Manrique para hablar de la muerte) y la propia Constitución no lo desconoció. Por el Art. 43, “se reconoce el derecho a la protección de la salud” -apartado 1- y se emplaza a los poderes públicos a actuar positivamente: les compete, según el apartado 2, “organizar y tutelar la salud pública a través de medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios”. Y con un mandato específico al legislador: establecer “los derechos y deberes de todos al respecto”.

 ¿Qué poderes públicos? ¿El Estado o las CCAA? Al primero, según el epígrafe 16 del Art. 149.1, se le reservan únicamente las “bases y coordinación general de la sanidad” (amén de la “sanidad exterior” y de la “legislación sobre productos farmacéuticos”, de lo que ahora podemos prescindir). De hecho, el antiguo Instituto Nacional de la Salud -los Hospitales públicos, para entendernos- se encuentra hoy desguazado entre las CCAA. Son ellas las titulares de las infraestructuras, las que pagan el sueldo de los médicos y demás personal y los encargados de abastecerse del material necesario. Y -punto crucial- quienes están en condiciones de disponer de datos de más calidad.

Aquí resulta obligado hablar de la cogobernanza, término que entró en la prosa oficial con la cuarta -y antepenúltima- de las prórrogas del primer estado de alarma, la del RD 514/2020, de 8 de mayo. Era la época de la desescalada, como se la llamó entonces: el “Plan de Transición para una nueva Normalidad”, con sus famosas cuatro Fases.

¿Están disponibles las competencias estatales del Art. 149.1.16 de la Constitución? Sí, pero no siempre ni de cualquier manera. El Art. 150.2 lo explica: “El Estado podrá transferir o delegar en las CCAA, mediante ley orgánica, facultades correspondientes a materia de titularidad estatal que por su propia naturaleza sean susceptibles de transferencia o delegación. La ley preverá en cada caso la correspondiente transferencia de medios financieros, así como las formas de control que se reserve el Estado”.

 Pero por supuesto que, aunque el constituyente de 1978 pensaba que había llegado al reino feliz de los tiempos finales -el fin de la historia, entendida en el peor y más negro de los sentidos del término-, cayó en la cuenta de que a veces vienen tormentas -las situaciones de excepción- y los poderes ordinarios no bastan. El Art. 116 habla de los estados de alarma, excepción y sitio, aunque no dedica una sola palabra a definir los correspondientes escenarios y se limita a establecer reglas de procedimiento. El apartado 2, sobre el primero de dichos estados, consiste en lo siguiente: “El estado de alarma será declarado por el Gobierno mediante Decreto acordado en Consejo de Ministros por un plazo máximo de quince días, dando cuentas al Congreso de los Diputados, reunido inmediatamente al efecto y sin cuya autorización no podrá ser prorrogado dicho plazo”. Eso, en cuanto al tiempo: nada se dice sobre el plazo de esa prórroga, que podrá ser de otros quince días, como sucedió entre el 14 de marzo y el 21 de junio hasta seis veces, o no. En fin, y en lo que hace a lo otro, el espacio, el precepto establece que “el decreto determinaría el ámbito territorial a que se extienden los efectos de la declaración”.

¿Cabe suspender derechos fundamentales -o sea, dejarlos del todo sin contenido, aunque sea transitoriamente- bajo el estado de alarma? El Art. 55 lo prevé para los casos de excepción y sitio, pero no ofrece respuestas a esa pregunta. El silencio, por supuesto, no resulta neutral: la única contestación es que los tales derechos no pueden ser objeto de la tal suspensión

En suma, que, en punto al estado de alarma, el constituyente no pudo mostrarse más hermético: nada indicó sobre un supuesto de hecho ni tampoco -a diferencia de lo que sucede con los de excepción y sitio- sobre sus consecuencias. Se limitó, en el Art. 116, a establecer algunas reglas sobre competencia y procedimiento, pero sin tan siquiera decir nada sobre el plazo mínimo y máximo de las prórrogas.

En fin, el Art. 116 contiene unas proclamaciones, sin duda bienintencionadas, para limitar el alcance de lo excepcional, su impacto sobre lo normal. Por el apartado 5, durante la vigencia de cualquiera de los tres estados, incluso el de sitio, no podrá “interrumpirse” el funcionamiento del Congreso de los Diputados y “de los demás poderes del Estado”. Y, por supuesto, y por el apartado 6, “la declaración de los estados de alarma, de excepción y de sitio no modificarán el principio de responsabilidad del Gobierno y de sus agentes reconocidos en la Constitución y en las leyes”.

2) Poco después se dictó la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los Estados de Alarma, Excepción y Sitio: apenas tres meses más tarde del golpe de Tejero y en plena ofensiva del terrorismo etarra, para situarnos. Curiosamente, sus preceptos se identifican con letras. El Art. Primero se abre con una proclamación de orden general: la declaración de uno cualquiera de estos tres estados procederá “cuando circunstancias extraordinarias hiciesen imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios de las Autoridades competentes”. Y siempre -punto de nuevo crucial- bajo el principio de temporalidad: apartado 3, manifestación en lo cronológico del sacrosanto principio de proporcionalidad.

El Art. cuarto enumera las “alteraciones graves de la normalidad” en las que puede declararse el estado de alarma. Entre ellas se encuentra precisamente la que consiste -b)- en crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación graves”.

¿Con qué consecuencias? El Art. once es el primero que sabe que no pueden llegar a la suspensión de derechos, aunque sí se toma la licencia de abrir brecha en ellos: “el decreto de declaración del estado de alarma, o los sucesivos que durante su vigencia se dicten, podrán acordar” una serie de medidas, entre las que en primer lugar está -a)- la que consiste en “limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas o lugares determinados, o condicionarlos al cumplimiento de ciertos requisitos”. Nos hallamos en el radio del derecho fundamental del Art. 19 de la Constitución, que en la alarma no se podrá suspender, aunque sí, por lo que se ve ahora, limitar. La diferencia puede antojarse bizantina, pero lo cierto es que, el legislador, al pensar en las crisis sanitarias, les dispensó un trato en el que la tal suspensión no resultaba constitucionalmente posible.

Así pues, del estado de alarma sabemos -ahora sí- el cuándo (crisis sanitarias, tales como epidemias) y el qué(limitaciones o condicionamientos a la libertad de circulación, aunque sólo hasta donde sea indispensable), pero nos falta por ver qué autoridad, si Estado o CCAA, pude acordar esas limitaciones. El quién, en suma. La respuesta depende del dónde y la tenemos en el Art. séptimo: “A los efectos del estado de alarma la Autoridad competente será el Gobierno o, por delegación de este, el Presidente de la Comunidad Autónoma cuando la declaración afecte exclusivamente a todo o parte del territorio de una Comunidad”. En todos los demás casos -por ejemplo, una alarma para el norte de Huelva y el sur de Badajoz, con lo que se trata de dos Comunidades Autónomas-, la competencia queda en el Estado. En el Gobierno, en concreto, bajo el cual pasan a estar todas las autoridades: Arts. noveno y décimo.

Visto con ojos de hoy, estamos ante una medida centralizadora, no precisamente insólita en tiempos de crisis. Pero pongámonos en junio de 1981: sólo se habían aprobado los Estatutos de Autonomía de País Vasco, Cataluña y (recién) Galicia. Incluso el de Andalucía, que también es de ese mismo año, tuyo que esperar hasta diciembre.

Dicho lo anterior pero explicado con categorías kantianas, de cada estado de alarma hay que mirar con lupa lo intenso –qué se limita o se condiciona del derecho fundamental del Art.19- y también lo extenso, en el doble sentido de lo cronológico -el cuánto tiempo– y lo geográfico, el dónde.

Todo consiste, así pues, en cláusulas generales, como, guste o no, sucede en el derecho de las situaciones de excepción. Del que también forma parte siempre, por cierto, la palabra -schmittiana- “medidas”, sobre la cual no procede extenderse ahora.

Antes de marzo de 2020, la única vez que se había declarado el estado de alarma fue hace diez años (RRDD 1673 y 1717/2010, de 4 y 17 de diciembre), con un motivo ajeno a las crisis sanitarias, como fue una huelga de controladores aéreos. La Sentencia del Tribunal Constitucional 83/2016, de 28 de abril (o sea, hace sólo cuatro años, cuando la estructura territorial española había cambiado y no tenía nada que ver con la de 1981 -la realidad social del tiempo en que las normas han de ser aplicadas, como dice el Art. 3.1 del CC-, sobre todo, en lo que ahora nos concierne, en materia de sanidad y, más específicamente, titularidad y llevanza de los Hospitales públicos) intentó sin embargo establecer -F.J.8- algo parecido a una doctrina de alcance universal, aunque fuese sólo reproduciendo el contenido de la Ley Orgánica de 1981. Distinguiendo, con nuestro esquema, el qué –“a diferencia de los estados de excepción y de sitio, la declaración del estado de alarma no permite la suspensión de ningún derecho fundamental (Art. 55.1 CE contrario sensu), aunque sí la adopción de medidas que puedan suponer limitaciones o restricciones a su ejercicio”- y el quién: “la autoridad competente es el Gobierno o, por delegación de éste, el Presidente de la Comunidad Autónoma cuando la declaración afecte exclusivamente a todo o parte de su territorio”. Era la interpretación más literal del texto legal, cuando no su mera reproducción.

3) Lo siguiente después de 1981 fue la Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad, que vino acompañada de suLey Orgánica: la 3/1986, de 14 del mismo mes de abril, de medidas especiales en materia de salud pública, cuyo pequeño tamaño no debe llevar a minusvalorar su importancia real.

El Art. 1 delimita el supuesto de hecho: “razones sanitarias de urgencia o necesidad”. La excepcionalidad no llega al escenario del estado de alarma, pero vamos en  camino: “al objeto de proteger la salud pública y prevenir su pérdida o deterioro, las autoridades sanitarias de las distintas Administraciones Públicas podrán, dentro del ámbito de sus competencias, adoptar las medidas previstas en la presente Ley”. Obsérvese que, a diferencia de la Ley Orgánica de 1981, ya no se mencionan instituciones por su nombre: las Administraciones. Y es que para 1986 ya se habían aprobado todos los Estatutos de Autonomía.

Y luego tenemos el Art. 3, a saber:

“Con el fin de controlar las enfermedades transmisibles, la autoridad sanitaria, además de realizar las actuaciones preventivas generales, podrá adoptar las medidas oportunas para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos o del medio ambiente inmediato, así como las que se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible”.

Volvemos a encontrarnos, así pues, con la palabra medidas. Las que en cada caso se antojen “oportunas”.

Debe notarse que nuestra Ley Orgánica de 1986 tiene hermanos gemelos en los países europeos. En Alemania es la Infektionschutzgesetz -Ley de protección contra la infección- y en Francia el Code de la santé publique. Luego iremos a ellas.

 

4) En el repaso de las normas que se encontraban en vigor en la fecha crítica del 14 de marzo de este año 2020 no puede faltar una mención -ligera, eso sí- a la Ley de Enjuiciamiento Civil: la interminable 1/2000, de 7 de enero. Casi nadie agota la lectura, pero si algún valiente osa llegar hasta la Disposición Final Decimocuarta, Reforma de la Ley reguladora de la jurisdicción contencioso-administrativa, se topará con que el Art. 8 de la misma, sobre competencias de los Juzgados, verá que al apartado 5 -controles ex ante– se añade un párrafo, en los siguientes términos:

“(les) corresponderá (…) la autorización o ratificación judicial de las medidas que las autoridades sanitarias consideren urgentes y necesarias para la salud pública e impliquen privación o restricción de la libertad o de otro derecho fundamental”.

Todo parece dar a entender que, a la hora de establecer ese control previo y por tanto tan excepcional, se piensa sólo en actuaciones limitadas a destinatarios individuales o al menos individualizables. El origen lo sabemos: la polémica sobre la alimentación forzosa de los miembros del Grapo en huelga de hambre. O sea, lo resuelto por el Tribunal Constitucional mediante la -creativa- Sentencia (de amparo) 120/1990, de 27 de junio. Pero lo cierto es que la interpretación dominante ha terminado siendo otra: también las restricciones o privaciones de alcance universal -salvo, por supuesto, las del estado de alarma- necesitan pasar por el fielato judicial.

¿Cuál es parámetro de control? ¿Sólo los aspectos formales de las decisiones, es decir, lo relativo al procedimiento seguido y la competencia para resolver? ¿También el fondo, incluyendo lo relativo a la proporcionalidad? Que la respuesta a esta segunda pregunta haya sido a veces positiva -o sea, que las CCAA se hayan topado con un no- explica muchas cosas: que el estado de alarma de 25 de octubre se haya visto con alivio por todas ellas, sin discriminación de credos.

5) La descentralización de la sanidad pública -toda una centrifugación: cada una de las CCAA con su servicio de salud, como su bandera, su Parlamento y su Televisión- alcanzó sus últimos objetivos a comienzos de este siglo, o sea, en la época última del aznarismo. La Ley 16/2003, de 28 de mayo, de cohesión y calidad del Sistema Nacional de Salud -un rubro francamente voluntarioso- fue aprobada por consenso, lo que sirve para hacerse una idea de lo inane de su contenido. El Capítulo X se ocupa del CI, el Consejo Interterritorial, del que el Art. 69, Objeto, empieza proclamando en el apartado 1, llevado de la retórica y el entusiasmo, que constituye “el órgano permanente de coordinación, cooperación, comunicación e información de los servicios de salud entre ellos y con la Administración del Estado, que tiene como finalidad promover la cohesión del SNS a través de la garantía efectiva y equitativa de los ciudadanos en todo el territorio del Estado”. Por palabrería de lujo que no quede.

Pero la realidad era muy otra: sólo puede adoptar recomendaciones y, para más inri, por consenso. Eso y nada viene a ser lo mismo: Art. 73, Régimen de Funcionamiento. Acuerdos.

Claro que unos años más tarde vino -al final de la legislatura de la mayoría absoluta de Rajoy- la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público, que dedicó a las Conferencias Sectoriales los Arts. 147 a 152, intentando formalizar e institucionalizar su actuación, para, en el Art. 151, Clases de decisiones de la Conferencia sectorial, anteponiendo a esas melifluas recomendaciones la figura -en cierto sentido, parlamentarizada- de los acuerdos y, dentro de ellos, dando un trato de privilegio a aquellos que se adopten “cuando la Administración General del Estado ejerza funciones de coordinación, de acuerdo con el orden constitucional de distribución de competencias del ámbito material respectivo”. Vaya usted a saber lo que significa eso y su articulación con lo regulado sectorialmente en 2003 para el CI del SNS. Un trabajo exegético para los juristas más sutiles.

6) Todavía queda otra cosa, la Ley 33/2011, de 4 de octubre, General de Salud Pública, dictada por tanto en los estertores del zapaterismo: se conoce que los momentos terminales de cada era propenden a la legislación retórica. Menos mal que el BOE ya no se imprime en papel, porque de otra manera podríamos estar cerca de la desforestación del planeta. El Art. 54, Medidas especiales y cautelares, pone el foco en los casos en que concurran “motivos de extraordinaria gravedad o urgencia”. En tales escenarios (y “sin perjuicio de las medidas previstas en la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública”, que se vio más arriba), se habilita a “la Administración General del Estado y las de las CCAA y ciudades de Ceuta y Melilla”, en favor de quienes se proclama que “en el ámbito de sus respectivas competencias, podrán adoptar cuantas medidas sean necesarias para asegurar el cumplimiento de la ley” (apartado 1). El apartado 2 enumera algunas concretas de ellas, entre las que sin embargo no están las limitaciones o limitaciones a la libertad de circulación de las personas. Los corralitos, para seguir hablando así.

Hasta aquí, el repertorio de normas disponibles a 14 de marzo de 2020, cuando empezó lo que parecía algo transitorio. No son pocos preceptos, ciertamente.

Sobre su calidad y sobre todo efectividad, cada quien tendrá su opinión. Ya se ha dicho que lo sucedido en marzo de 2020 era imprevisible. Una auténtica vis maior. Ahora, en noviembre, hablar (y denostar) resulta muy sencillo. A posteriori todos somos unos profetas muy atinados.

 

V

 

Pero desde marzo han pasado muchas cosas.

 

Alemania, nada más conocerse el COVID-19, modificó, mediante el Bundestag, su Ley de protección de la infección: el 27 de marzo. Introduciendo la institución de la “situación epidémica de alcance nacional”. Y atribuyendo importantes funciones al Instituto Robert Koch: una Administración independiente, como sabemos.

 

En Francia, la Asamblea Nacional hizo lo propio con su Código de Salud Pública: fue la Ley 2020-290 de 23 de marzo, “para hacer frente a la epidemia de COVID-19”.

 

Alemania y sobre todo Francia no viven situaciones sociológicas precisamente envidiables, pero lo cierto es que si se han podido aprobar esas cosas es porque en esas tierras no se acumulan todas nuestras patologías sistémicas. Dicho sea sin ánimo de autoflagelo (ni de emplear un lenguaje apocalíptico), las siguientes:

 

  1. a) Una extraordinaria fragmentación social (y también geográfica), que da lugar a un Parlamento que ha saltado en astillas y al que aprobar una ley le supone un esfuerzo sobrehumano.

 

Una vez más, los números cantan. 10 de noviembre, sólo se han dictado cuatro leyes: las dos últimas, de 15 de octubre, en materia tributaria. Pero Reales Decretos-Ley (pensados sólo para “situaciones de extraordinaria y urgente necesidad”: Art. 86 de la Constitución) llevamos mucho más. El último ha sido el 33/2020, de 3 de noviembre, por el que se adoptan medidas urgentes de apoyo a entidades del Tercer Sector de Acción Social de ámbito estatal.

 

  1. b) Unas Administraciones que, cuando se trata de competencias que no aportan réditos electorales a corto plazo -y buen rollito mediático-, se lo piensan una y mil veces antes de ejercerlas. Si Fleiner, y entre nosotros Clavero, hablaron de la huida del Derecho Administrativo, ahora habría que hablar de una de sus piezas, las potestades -de algunas de ellas-, como eso de lo que sus titulares (y teóricos beneficiarios, salen despavoridos. Si Albert Camus volviera a escribir “La peste”, su protagonista no sería el sufrido Dr. Rieux en sus andanzas en Orán, sino un político español enfrentado a la enojosa tesitura de tener que asumir su responsabilidad.

 

  1. c) Una esfera pública (la célebre Öffentlichkeit de Jurgen Haberman) basada en el eufemismo. O, para decirlo con palabras de Baltasar Gracián, en el disimulo. Cuando la situación está sencillamente descontrolada porque el índice R es superior a 1 -que una persona contagia a varias-, se habla -tiene bemoles- de “transmisión comunitaria”. Si se avecina un confinamiento domiciliario -el corralito más estricto-, la cosa se anuncia con el circunloquio de anunciar que “habrá que tomar medidas más severas”.

 

En ese contexto, los debates no pueden dejar de ser nominalistas. La semántica lo es todo. Hay palabras estigmatizadas -estado de alarma, por ejemplo- y otras por el contrario cuya mera mención -la lucha contra el virus- parece tener efectos taumatúrgicos.

 

Eso es así porque la clase política va sin rumbo y ha perdido toda credibilidad. Lo suyo es el tacticismo más cortoplacista, así estén en el Estado o en tal o cual de las CCAA. Nadie les secunda, por mucho que cada partido tenga -eso sí, y muy aguerridos- sus fans. Y ellos lo saben bien.

 

  1. d) Un régimen de distribución de competencias que resulta no ya federal o confederal, sino que ha dado lugar a un esquema en el cual los poderes centrales se hallan invertebrados (Ortega), cuando no verdaderamente descoyuntados. Un Estado fallido en sentido literal. Descompuesto, como ha dicho Ignacio Camacho en ABC el 28 de octubre con dedo acusador.

 

Y eso suponiendo, que ya es suponer, que, dentro de Europa, un Estado centralizado estuviese en condiciones reales de hacerlo menos calamitosamente. Todo apunta a que la respuesta a esa conjetura deba ser negativa: los problemas continentales -y este lo es- no admiten soluciones cantonales y a estos efectos un Estado es un mero cantón.

 

  1. e) Una Administración (o unas Administraciones, en plural) con un grado extremo de politización. No queda sitio para los técnicos. Si existen, se les oculta, no sea que un día se atrevan a hablar. La excepción son, por supuesto, los técnicos al servicio de políticos: los cortesanos. Como lo que entre los juristas son los legalistas: el Nogaret de Philippe le Bel en su batalla contra los templarios a finales del siglo XIII, por ejemplo.

 

  1. f) Una sociedad, en fin, polarizada hasta el extremo. Los respectivos gobernantes obedecen, por supuesto, a una mayoría parlamentaria (y, en última instancia, al voto popular), pero entre quienes no los han elegido -la otra mitad- despiertan una aversión rayana en lo enfermizo. El actual Presidente del Gobierno no es el primero, sea cual fuese el juicio que merezca su gestión de la pandemia y la concentración de poderes que guste o no, resulta consustancial a las épocas críticas.

 

Con ese contexto tan desdichado, no ya es que en marzo de 2020 no se pudiera de hecho aprobar una reforma del Art. 3 de la Ley Orgánica de Salud Pública de 1986 para incluir una atribución explícita de la potestad de adoptar medidas de restricción de movilidad antes de llegar al estado de alarma -sin control judicial previo-. Es que todo se encuentra viciado desde el inicio. Que nos hayamos colocado al frente de todas las listas negras de Europa y del resto del mundo resulta quizá inevitable. Es algo de cajón, como suele decirse coloquialmente. Estaba escrito. No nos encontramos en condiciones de superar el menor stress-test. Este en particular se mostraba ciertamente imprevisible y violento, pero es que España, aquejada de un fallo multiorgánico, no está nada para nada.

 

Es conocido el debate sobre las causas últimas del problema, si institucionales o personales (o incluso sociológicas, en el sentido de culturales). Con toda probabilidad, la discusión resulta superflua porque los términos de la oposición se muestran indisociables. Va todo en un pack.

 

V I

 

Teníamos y tenemos la Ley Orgánica de 1986. ¿Se ha modificado? No. Ni tan siquiera se intentó. Las dos únicas normas sustantivas (y de rango legal) que nos ha traído la nueva y dramática situación han sido las siguientes:

 

1) RDL 21/2020, de 9 de junio, de medidas urgentes de prevención, contención y coordinación para hacer frente a la crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19. El decreto de la “nueva normalidad”, para entendernos. Que en su Disposición Final Segunda (o sea, de tapadillo y a regañadientes) modificó la Ley 16/2003, de 28 de mayo, de cohesión y calidad del SNS, tan deslavazada ella. Se le añadió un Art. 65, de sentido claramente centralizador, para dar cobertura a las Actualizaciones coordinadas en salud pública y en seguridad alimentaria, pero del nuevo precepto más llama la atención lo que falta: a) se arbitra la intervención del CI, pero no se aclara cuál es su quórum de adaptación de acuerdos; y b) no se indica que entre las medidas a adoptar pueden estar las limitaciones a la movilidad. Un lapsus tanto más lamentable cuanto que con toda probabilidad haya sido deliberado.

 

Debe recordarse que fue ahí donde se prestó el máximo rango normativo a la obligatoriedad del uso de las mascarillas (Art. 6). Y también donde se estableció la famosa distancia de seguridad de 1,50 metros: en el Art. 9 para centros docentes; en el Art. 11 para establecimientos comerciales; en el Art. 13 para actividades de hostelería y restauración; en el Art. 14 para equipamientos culturales, espectáculos públicos y otras actividades recreativas; y en el Art. 16 para otros sectores de actividad.

 

2) Ley 3/2020, de 18 de septiembre, de medidas procesales y operativas para hacer frente al COVID-19 en el ámbito de la Administración de Justicia. Una vez más, la paciencia del lector se pone a prueba porque hay que llegar hasta la DF Segunda, donde se halla una Modificación de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa. No se  aclaran las cosas en el sentido de ceñir al escrutinio judicial a priori a las medidas restrictivas que tienen un destinatario individual o al menos identificable, sino que, partiendo de su alcance universal (o zanjando la duda en ese sentido), las competencias se reparten entre los Juzgados (“cuando dichas medidas están plasmadas en actos administrativos singulares que afecten únicamente a uno o varios particulares concretos e identificativas de manera individualizada”), Tribunal Superior de Justicia (si las medidas tienen destinatarios que “no están identificados individualmente” pero su ámbito sea “distinto al estatal”) y, en otro caso, Audiencia Nacional.

 

El resultado de ese reparto de competencias judiciales –la caotización, o, si se prefiere, el incremento de la caotización- está a la vista de todos. Un verdadero esperpento. A las autonomías y la partitocracia se suma (ya el remate) la judicialización.

 

De ahí por cierto que en el debate parlamentario sobre el RD 926/2020 no se manifestase en contra ningún partido con responsabilidades de gobierno en alguna de las CCAA: el nuevo estado de alarma -ya el tercero- le ofrecía la posibilidad de incidir en la movilidad sin tener que pedir permiso a Sus Señorías.

 

Eso -el RDL 21/2020 y la Ley 3/2020- es lo (poco) que, desde el punto de vista legislativo, ha dado de sí la pandemia (cosa distinta son las Órdenes Ministeriales, que son legión). Y no será porque el Congreso de los Diputados no haya celebrado sesiones. Y muy encendidas, además. Un pa ná, que diría el llorado Rafael de León, grande entre los grandes.

 

Una advertencia: que el Estado haya aprobado sólo esas dos normas, y además sin pasar de cláusulas generales, no significa que la situación jurídica haya devenido más clara. Antes al contrario: en la inacción del legislador es donde está la causa de lo que José maría Baño ha llamado Confusión regulatoria en la crisis sanitaria.

 

Durante el fin de semana de 31 de octubre y 1 de noviembre, cuando el RD 926/2020, del 25 del primero de los meses, cumplió la mitad de su período quincenal de vigencia, hubo manifestaciones de descontentos en muchas ciudades de España. Natural. Lamentable, pero natural.

 

V I I

 

El escenario epidemiológico -y el asistencial, que es su consecuencia- resulta no ya fluido, sino incluso vertiginoso y lo que sucede hoy puede ser mañana del todo distinto. Estas líneas se escriben entre el 6 y el 10 de noviembre, cuando el RD de 25 de octubre parece, pese a tener apenas diez días, un anciano, aun habiéndose visto prorrogado por seis meses. Todo apunta a que pese a los reproches de ultra vires que mereció, no sólo no ha ido todo lo lejos que habría debido ir en cuanto al fondo, sino que (al no haber previsto el confinamiento domiciliario como una de las posibilidades ofrecidas a la discrecionalidad de las CCAA) se ha quedado corto. Y eso sabiendo que si ese tipo de medidas tan drásticas pueden tener efectos beneficiosos es sólo cuando llegan a tiempo. No ahora, o menos aún la semana que viene, cuando es tarde. El número de contagios diarios sigue creciendo en muchos lugares, de donde se sigue que en próximamente se incrementará la cifra de los hospitalizados y también de los huéspedes de las UCIs. Aunque de súbito se produjera el milagro de que no enfermase nadie más, la inercia resulta inesquivable. La única duda está en el alcance de las excepciones a ese confinamiento en las casas, si los centros educativos o los bares, por decirlo con la tesitura –demagógica, por supuesto- que se emplea habitualmente para dividir el mundo entre buenos y malos. Como la vieja polémica entre los economistas: si cañones o mantequilla. O lo uno o lo otro.

 

V I I I

 

Hora es de volver al inicio de estas líneas: el contenido del RD 926/2020, de 25 de octubre, de declaración del estado de alarma para contener la propagación de infecciones causadas por el SARS-COV-2. Del que ya forma parte su prórroga, por seis meses, otorgada por el Congreso de los Diputados el día 29, jueves, así como el RD 956/2020, de 3 de noviembre.

 

Se le ha criticado mucho, como se dijo al principio, por haber ido demasiado lejos en muchas cosas.

 

De entrada, en la descentralización, o sea, en el quien: cada uno de los Presidentes de Comunidades Autónomas va mucho más allá de ser un mero cogobernante y se constituye un verdadero Virrey. Hay quien ve en ello razones políticas -la endiablada aritmética parlamentaria que obliga a contar con Cataluña y País Vasco para todo-, pero probablemente se trate de una medida de realismo: al Estado le sucede en 2020 lo mismo que a las CCAA en 1981, que no posee los mimbres mínimos para ejercer competencia alguna. Se le han ido cayendo.

 

También tenemos el debate sobre el qué: las restricciones de derechos pueden llegar lejos.

 

Pero las cosas avanzan con una velocidad tan vertiginosa que quizá dentro de unos días las restricciones al derecho fundamental de movilidad se queden cortas y haya que ir a eso que los políticos, con su lenguaje versallesco, llaman “medidas más duras”. Dicho de otra forma: que al talonario de cheques que se ha dado a cada lehendekari se añada la posibilidad de obligar a la gente a quedarse en casa. Y a los ancianos en la que es su hogar, o sea, las residencias. Y a esperar que eso sirva para algo y en un plazo -¿dos semanas? ¿tres? ¿quién lo sabe?- que no sea eterno.

 

Y desde luego se discute sobre el cuándo, con (hasta) medio año por delante. Y con un Presidente del Gobierno al que el Art. 14 le supone, frente al Congreso de los Diputados, un auténtico burladero, incluso después de la reforma del día 29.

 

Y eso -volvamos a la pregunta de más arriba- sin entrar al debate de la letra pequeña sobre cada una de las medidas. Si los números un día mejoran, ¿cómo apuntarle la medalla a tal o cual medida? La individualización resulta sencillamente imposible.

Con todo, soy de la opinión de que, de todos los reproches que merece el RD de 25 de octubre, lo más grave no está en nada de eso, sino en la carencia de establecimiento de indicadores. O sea, en aquello que pudiera permitir la transparencia de las decisiones y su controlabilidad, que son dos exigencias que imponen con frecuencia las disposiciones europeas como requisito de una tutela judicial verdaderamente efectiva (y también como condición de una democracia de calidad, que es aún más importante). Ahí sigue estando la asignatura pendiente de la política española. Indicadores (epidemiológicos o asistenciales o, mejor, ambas cosas) y, por supuesto, para cada uno de ellos, umbrales. El RD que estamos glosando constituye un paso atrás con respecto a sus precedentes inmediatos.

Aunque los datos no son fiables –tenemos, se insiste, un verdadero problema estadístico- lo cierto que el RD anterior, el 900/2020, de 9 de octubre, el del segundo estado de alarma (el dictado específicamente para Madrid, aun cuando su título resultase, una vez más, engañoso: “por el que se declara el estado de alarma para responder ante situaciones de especial riesgo por transmisión no controlada de infecciones causadas por el SARS-COV-2”), invocaba -sólo en su Preámbulo, ciertamente- tres de esas indicadores:

– a) Incidencia acumulada (IA) por fecha de diagnóstico en los últimos catorce días sobre 100.000 habitantes, aunque medida hasta cinco días antes de la fecha de valoración. Y ello por municipios. El umbral era de 500.

– b) Porcentaje de positividad en los resultados de las pruebas diagnósticas de infección activa por COVID-19 realizados en las dos semanas previas, también ahí la medida era por municipios. El umbral se fijó en el 10.

 – c) Ocupación de camas por pacientes COVID en UCIS. Ahora la unidad geográfica pasan a ser las CCAA. El umbral porcentual es el 35.

Son parámetros quizá incompletos y, por supuesto, discutibles, sobre todo, por lo tardíos, en singular el primero de ellos, la IA -habría que ir al factor R, el coeficiente de reproducción, que es algo previo: la causa de la (posterior) IA-, y el tercero, el porcentaje de ocupación de unas unidades asistenciales de las características de las UCIs, muchas veces irreversibles. La asistencia primaria permite más margen para actuar.

Pero el mero hecho de que se formalizaran, aunque no fuese en el cuerpo normativo, constituía un paso adelante: por fin nos íbamos modernizando, lo que quiere decir matematizando o despolitizando o desideologizando, si se quiere, porque todo va junto. Se empezaba a pasar de las musas al teatro.

Y unos días después, el 22, el CI del SNS aprobaba un documento con un título esperanzador: “Actuaciones de respuesta coordinada para el control de la transmisión de COVID-19”. Pese a venir allí cada uno –son 17- de su padre y de su madre, todo el mundo, salvo dos abstenciones, le prestó su respaldo. La tabla 1, Indicadores para la valoración del riesgo, contenía los ocho siguientes: 

Con cuatro niveles de alerta, según el siguiente cuadro:

 

Y con una tabla 3 con una detalladísima exposición de las “Actuaciones de respuesta propuestas para los niveles de alerta 1,2 y 3”.

No sólo eso. A los ocho indicadores iniciales se sumaban en el Anexo 1 “otros (20) indicadores epidemiológicos y de capacidad”, agrupados así:

 – Avaluación del nivel de transmisión (tres en total)

– Ídem. de la capacidad de diagnóstico precoz de casos (otros seis).

 – Ídem, del nivel de gravedad (siete).

 – Capacidad para el control de la transmisión (tres).

– En fin, centros sociosanitarios (dos).

Y en cada una de esas veinte cosas, a su vez, estableciéndose sus umbrales, por supuesto cuantificados.

Es una lástima que todo eso (una vez más, tan discutible como se antoje cada una de las cosas a cada uno que lo puede leer y entender) no figure en una norma. En ese escenario, las decisiones de los políticos de turno -sean Hunos u Hotros- resultarían (más o menos) controlables, porque para ello hace falta el requisito de la transparencia: las palabras europeas que ya conocemos. Controlables jurídicamente y también, se insiste, por una opinión pública que no estuviese ideológicamente sesgada. Las decisiones sobre todo lo que ya sabemos: el cuándo de las decisiones, no antes de su sazón ni tampoco (y sobre todo) después; el qué (los derechos que se mutilan, o sea, la intensidad de las decisiones); el dónde y el hasta cuándo. O sea, la geografía y la cronología. Sin parámetros -y por supuesto sabiendo que la ciencia no ofrece más que incertidumbre- todo se podrá ver como una decisión política y por ende interesada.

 

IX

 

No es cuestión de exponerlo aquí con todo el detalle, pero lo cierto es que las expectativas que generó esa (buena) manera de proceder del 22 de octubre duraron exactamente tres días (naturales, no hábiles: o sea, en cómputo civil), hasta el 25. El RD 926/2020 habla, sí, de indicadores, como hemos visto. Y además en varias ocasiones: Art. 7.2 (para determinar el número de personas que pueden reunirse), Art. 9.1 (para la eficacia de las limitaciones) y Art. 13, atribuyendo precisamente al CI del SNS la facultad genérica de establecer (en el futuro, un futuro indeterminado) “indicadores de referencias y criterios de valoraciones del riesgo”. Pero, ¡ay!, sin descender mínimamente a lo concreto. Del teatro –lo mensurable, lo objetivable, con todos los matices que se quieran- hemos vuelto, en apenas tres días, a las musas. Vamos hacia atrás, como los cangrejos. Lo nuestro es la política, se conoce. En el peor sentido.

Lord Kelvin: si no puedes medir, no puedes conocer. Y, si no puedes conocer, no puedes mejorar. El Instituto Nacional de Estadística tendría que ser el que asumiera las competencias de constatación y seguimiento, junto con otro Instituto (público), el de Salud Carlos III: el equivalente al Robert Koch de Alemania, de suerte que luego los gobernantes tuvieran -de verdad- algo en lo que apoyarse. Pero siempre con una base previo: unos parámetros establecidos por vía normativa.

 

Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz

9 y 10 de noviembre de 2020.