Cuando se abordan los problemas generales del Derecho administrativo, suele existir un apartado sobre la denominada “huida del Derecho administrativo”. Una huida que radica en la utilización de formas privadas de personificación y de instrumentos del Derecho mercantil y civil en la idea de no utilizar el régimen más rígido que es el del Derecho administrativo. Este último se considera que proporciona un rigor jurídico y evita la mala utilización del Derecho por los gestores.

En el epicentro de esta huida están las sociedades mercantiles públicas. Unas sociedades cuyo régimen jurídico no está suficientemente atado, en donde hay aspectos de Derecho administrativo y Derecho privado, y en donde los problemas surgen por no saberse hasta dónde se puede llegar con cada sector del ordenamiento. De hecho, su carácter fragmentario se puede ver en que una parte de su regulación está en la Ley de Patrimonio de las Administraciones Públicas, otra en la Ley de Contratos del Sector Público y otra parte en la Ley de Sociedades de Capital. Y ello por no olvidar las normas internas que se han dictado en la Administración General del Estado.

Desde un punto de vista teórico, se puede mantener lo que antecede. Si empezamos a profundizar en cómo actúan las sociedades públicas veremos que hay mucho que matizar. Y es posible abordar la cuestión como una administrativización del Derecho mercantil que rige estas sociedades.

De entrada, todas las sociedades estatales no son iguales. Las hay productoras de bienes y servicios que actúan en un régimen liberalizado y que lo que quieren es competir en las mismas condiciones que sus competidores en el mercado. Algo que, si publificamos mucho el régimen resulta materialmente imposible y el Derecho acaba funcionando como una barrera para la competencia. 

Hay, al mismo tiempo, sociedades instrumentales, cuyo mejor exponente son las sociedades estatales de obras públicas, que nacieron en 1996 con las sociedades para la ejecución de obras hidráulicas, que extendieron su ámbito de actuación a las de regadíos y cuyo último exponente lo tenemos en SEITT, SA, que ha ampliado su ámbito de actuación y hoy se encarga de la gestión de las autopistas revertidas a la Administración tras el fiasco económico que han padecido. Aquí la instrumentalidad hace que, en el fondo, poca diferencia debería haber entre unas y otras.

Si seguimos profundizando en el régimen jurídico, vemos que este régimen no resulta razonable. Voy a poner tres ejemplos que lo ilustran:

  • La constitución de una filial de capital enteramente del Estado requiere el acuerdo del Consejo de Ministros, con independencia de su cuantía. Esto es, una filial en el extranjero con 100.000 euros de capital social y que permite limitar la responsabilidad de la entidad matriz requiere un acuerdo del Consejo de Ministros. De igual manera una adquisición de una startup cuyo precio ronde los 50.000€ también puede conducir al acuerdo de Consejo de Ministros. Con ello se dificulta la mejora del aparato industrial del Estado y se reduce la innovación en el ámbito público.

Frente a ello, adquirir parcialmente una sociedad por más de 10.000.000 de euros no exige el cumplimiento de este requisito. 

Es la mala formulación de la Ley de Patrimonio de las Administraciones Públicas, que se queda en el porcentaje de capital y no entra en consideración otros elementos que pudieran ser de relevancia.

  • La contratación de personal en el marco de las sociedades que dependen directa o indirectamente de la Administración General del Estado está sometida a la autorización de la Dirección General de Costes de Personal. Resulta indiferente cuál sea la situación económica de la empresa, las necesidades puntuales de su negocio. La huida no es precisamente la nota.
  • El régimen de los encargos a empresas ha sido dificultado lo más posible en la Ley 9/2017, de Contratos del Sector Público. Ello sin darse cuenta de que los medios de que cuenta la Administración están en una entidad separada y que la forma en la que se ha configurado el régimen de las prestaciones in house impide que se puedan utilizar y haya que recurrir a la licitación… contraviniendo la propia Ley de contratos cuando pide que se examine si el contrato es necesario. En todo caso, ya hablé en otra ocasión sobre esto y no quiero repetirme.

Hoy, como hemos afirmado previamente, el Derecho que rige a las sociedades públicas está muy administrativizado. Se ha pensado que reconducir indirectamente la actividad de las empresas públicas a un sistema más rígido proporciona mayor seguridad y garantiza que no se produzca un mal uso de los instrumentos del Estado. 

La cuestión que me planteo es si resulta lo más adecuado. Porque aquí se aúnan un problema de cuál es el ordenamiento aplicable y la sensibilidad que se tiene cuando la entidad a la que se aplica está en el mercado compitiendo.

Porque como he señalado antes, es razonable que así sea cuando es una sociedad instrumental, que está actuando en nombre de la administración matriz para ejercitar una política que tiene asignada. La (mala) sentencia del Tribunal de Cuentas del asunto de la EMVS (por el fondo y por la argumentación que le lleva a ella) muestra lo poco claras que se tienen las cosas. 

Me explico. Una sociedad que ejercita una política pública municipal no puede estar excluida de la legislación pública. La venta que se produjo y que provocó la condena inicial de la Junta de Gobierno municipal tiene que tener cosas tales como una tasación -lo que hubiera evitado las pérdidas públicas-, tiene que haber unas reglas claras de enajenación, en un procedimiento que sustancialmente se parezca al público. En definitiva, es un patrimonio público que está sometido principalmente al régimen de los bienes públicos. Ya insistí sobre ello en otro momento.

No obstante, en las demás sociedades, las que componen el (reducido) aparato industrial del Estado, estoy convencido de que ésta no es la solución más acertada. Porque una administrativización amplia limita la flexibilidad de la gestión que requiere una entidad que está en el mercado compitiendo con otros operadores que no tienen estas limitaciones. 

Cuando afirmo esto, no estoy señalando que todos los principios del Derecho público no se le deban aplicar. Ni que actúen como una entidad al margen del Estado, ni que estén fuera del control de la IGAE y del Tribunal de Cuentas. Eso sí, que se controle en las condiciones que debe estarlo. Lo que estoy señalando es que los retrasos que comportan la normativa pública son incompatibles con un mercado ágil y en el que las oportunidades van pasando a la velocidad de la luz.

Sé que es un problema de modelo. El francés o el alemán dan mucho más campo a una actividad de las empresas públicas en condiciones casi similares a si fueran empresas privadas.

En todo caso, plantear una reforma de las sociedades mercantiles pasa por la afirmación de su diversidad. Una diversidad que se ha de manifestar incluso en las condiciones de aplicación del Derecho de la competencia, en donde se han de tener en cuenta las obligaciones de servicio público que tenga asumida la entidad en cuestión. Precisamente en este punto, hemos de huir de una visión agresiva del Derecho de la competencia sobre las empresas públicas y situarnos en una situación de igualdad con respecto a los demás operadores… salvando las obligaciones de servicio público, insisto, que no producen subvenciones sino compensaciones por gastos indebidos. 

En este punto, hay que reconocer también al Estado la capacidad, que le proporciona el Derecho europeo de la competencia, de restringir el acceso de particulares a mercados que se puedan considerar estratégicos y a adoptar medidas de protección por razón de orden público y de interés general.

Los aspectos económicos también son relevantes si nos plantamos una reforma del régimen de las sociedades públicas. Las fuentes de financiación deben dar un salto que permita a las empresas públicas ganar en capacidad de maniobra, de inversión y de expansión, tanto en cuanto al territorio como en lo que respecta a las tecnologías a las que tienen acceso y que, en ocasiones, les ponen en una situación de minusvalor contra sus competidores. 

Pero, insistiendo en lo ya señalado, lo que debería experimentar un cambio es lo relativo a las funciones de tutela. Los mecanismos tradicionales de control y de autorización constituyen elementos restrictivos y que, en nuestro país, no han evolucionado desde la  promulgación de la LPAP de 2003. Algo muy distinto a lo ocurrido en Francia, por ejemplo.