Libertad de expresión y Estado democrático

 

La libertad de expresión constituye uno de los elementos centrales del Estado democrático. Sin libre expresión de las ideas no hay debate público y, en consecuencia, la democracia se debilitaría.

El derecho a la libre expresión de las ideas está recogido de forma amplia en el artículo 20 de la Constitución: se reconoce el derecho a “expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción”. Se marcan una serie de límites en el apartado cuarto del precepto de forma potenciadora de la libertad de expresión en el marco del Estado democrático: “estas libertades tienen su límite en el respeto a los derechos reconocidos en este Título, en los preceptos de las leyes que lo desarrollen y, especialmente, en el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia”.

Estas reglas, conocidas desde hace muchos años, se encuentran hoy frente al factor de la facilidad para la difusión de las ideas a través de internet y, dentro de la red, en las redes sociales. Una facilidad de uso que no supone, no debe suponer, una relajación de los principios y límites para el ejercicio de la libertad de expresión. Lo único que hay es una mayor facilidad de uso y un aumento de las posibilidades de difusión; con lo que también los excesos se pueden multiplicar.

Ni que decir tiene que con ello, el ámbito de la crítica se amplía: no es sólo sobre lo que resulta indiferente “sino también en relación con las que molestan, sorprenden o inquietan. Así lo quieren el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de abertura sin lo que no existe una sociedad democrática”; tal como reconoció el TEDH.

La inserción de la libertad de expresión en el debate político puede ser objeto de discusión, fruto del discurso que se utilice o de las expresiones que se empleen. El problema que se acaba de plantear no es, como es bien conocido, teórico. La contraposición del discurso xenófobo del cementerio de Madrid en homenaje a los caídos de la división azul y la entrada en prisión del rapero Hassél constituyen los dos ejemplos extremos a los que nos enfrentamos en la actualidad, con la vida política muy polarizada. Y los eventos de violencia habidos estos días, que nada tienen que ver con la libertad de expresión, son la prueba mejor de los riesgos que se plantean.

El análisis de estas cuestiones se afronta en el ordenamiento español con una serie de restricciones que no son comunes en el Derecho comparado, como ocurre con la protección extraordinaria de los símbolos e instituciones del Estado. De hecho, hemos tenido sentencias condenatorias en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos precisamente por esta cuestión. 

El recuerdo de las sentencias restrictivas y la apertura de procedimientos penales en supuestos paradójicos, como los del caso Dani Mateo, son elementos que contribuyen a pensar en la necesidad de la derogación de la coloquialmente conocida como ley mordaza.

Sí conviene tener presente en este punto que el marco de referencia en el Derecho español no está constituido sólo por el artículo 20 de la Constitución sino también por el contenido de la Declaración Europea de Derechos Humanos y la jurisprudencia que emane del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, tal como dispone el artículo 10.2 de la Constitución. De hecho, el problema que nos estamos encontrando es el de las sentencias de nuestro Tribunal Constitucional, como la STC 190/2020, cuyos fundamentos entran en contradicción con lo dispuesto por el Tribunal europeo.

 

La libertad de expresión comprende cualquier forma de expresión

El primer elemento del que debemos partir es que la libertad de expresión no se limita a las formas orales o escritas de exteriorización de una posición, sino que ha de abarcar todas las formas de comunicación, incluso aquellas que son de naturaleza simbólica. Una manifestación que no tenemos muy interiorizada en nuestro país.

Hay que recordar, así, que, no hace tanto tiempo, se pretendió prohibir el acceso a un recinto deportivo en el que se celebraba la Final de la Copa del Rey de Fútbol, con chalecos amarillos, por cuanto reflejaban sintonía con el movimiento independentista catalán. Forma parte de la libertad de expresión simbólica. 

O recordemos que, cuando se analizó la quema de los retratos del Rey, el TEDH afirmó que “la conducta prohibida a los recurrentes se inscribe dentro de la crítica política, y no personal, de la institución de la monarquía en general y en particular del Reino de España en tanto que Nación”.

La libertad de expresión en su contexto

 

Posiblemente el primer elemento que tengamos que tener presente en el momento en que se aborda la legitimidad del discurso es el contexto en el que se efectúa. No es lo mismo una declaración cuyo único objeto sea de naturaleza xenófoba que una declaración en el medio de una canción de mal gusto que realice una manifestación hiperbólica de exaltación. 

El valor del contexto es relevante. Es conocida la sentencia Wats del Tribunal Supremo de los Estados Unidos en donde se señaló que la expresión “si tuviera un rifle la primera persona que querría tener en el punto de mira sería Lindon B. Johnson”, Presidente de los EE.UU. en el momento de pronunciarse la frase; se había de admitir en el marco de la discusión de un Estado democrático. 

La expresión, inadecuada, exagerada, hiperbólica, manifestaba la animadversión absoluta hacia el Presidente. Entendido de forma literal, había un riesgo. La labor del intérprete jurídico consiste en ponderar si podía ser considerada un exceso verbal o una amenaza real de pegarle un tiro. Por ello, la cuestión es ¿el riesgo que plantea es real? O, planteada la cuestión de forma más general ¿cuál es la consecuencia real del contenido de lo afirmado?

Fue precisamente esta respuesta negativa al riesgo de que se lleva a término el contenido estricto hace que se considere amparada por la libertad de expresión. El planteamiento estadounidense, como se ha recordado por Presno, ha sido aceptado también por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en el asunto de Pussy Rots vs. Rusia.

 

Los símbolos del Estado no deben ser objeto de protección extrema

En el ordenamiento jurídico español disponemos de diversos tipos penales para la protección de los símbolos del Estado y de sus instituciones. Los delitos de injurias o calumnias al Gobierno de la Nación, al Consejo General del Poder Judicial, al Tribunal Constitucional, al Tribunal Supremo, o al Consejo de Gobierno o al Tribunal Superior de Justicia de una Comunidad Autónoma (artículo 504 del Código Penal), el delito de injurias al Jefe del Estado (artículo 490.3) constituyen un elemento sobre el que la legislación española incurre en exceso.

Excesos del legislador español, que han sido recordados, por otra parte, en la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos; como ocurrió con la sentencia Stern Taulats and Roura Capellera v. Spain. 

De hecho, se podría recordar que en un país tan protector de sus símbolos como los EE.UU., la sentencia Lawrence v. Texas mantuvo que “el derecho constitucionalmente garantizado a ser intelectualmente diferente o a discrepar, así como a no estar de acuerdo con lo que representa el núcleo del orden establecido, incluye el derecho a expresar públicamente la propia opinión sobre la bandera nacional, incluyendo naturalmente las opiniones provocadoras o despreciativas”.

De hecho, como señaló en otra resolución, “el derecho constitucionalmente garantizado a ser intelectualmente diferente o a discrepar, así como a no estar de acuerdo con lo que representa el núcleo del orden establecido, incluye el derecho a expresar públicamente la propia opinión sobre la bandera nacional, incluyendo naturalmente las opiniones provocadoras o despreciativas”. Este fragmento de otra sentencia del Tribunal Supremo estadounidense, Street v. New York (1969).

 

La crítica al dirigente político tiene un alcance mayor que a la persona que carece de dicha condición

Uno de los aspectos que ha revestido mayor dificultad es la determinación de cuáles son las críticas que ha de soportar los personajes públicos. Es un planteamiento del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el asunto Otegui, afirmando que “Los límites de la crítica admisible son más amplios respecto a un hombre político, contemplado en este carácter, que los de un particular: a diferencia del segundo, el primero se expone inevitable y conscientemente a un control atento de sus hechos y gestos tanto por los periodistas como por el conjunto de los ciudadanos; debe, por lo tanto, mostrar una mayor tolerancia”

El discurso del odio como límite inicial

El límite primero que se encuentra es el discurso del odio a determinados colectivos. Ni el Tribunal Constitucional ni el Tribunal Europeo de Derechos Humanos admiten brecha en este punto.

Es especialmente importante, en este sentido, las ofensas a grupos que son vulnerables y aquellos otros que se han realizado incidiendo en un componente xenófobo.

Ahora bien, partiendo de este primer límite, como se ha señalado acertadamente por Presno, “la represión de discurso del odio exigiría una incitación a la violencia motivada por la aversión hacia las personas contra las que se dirige”. O, como señaló el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, hay que deslindar los supuestos de odio a colectivos vulnerables de aquellos otros que lo que pretenden es hacer una crítica: “una relación clara y evidente con la crítica política concreta expresada por los demandantes, que se dirigía al Estado español y su forma monárquica: la efigie del Rey de España es el símbolo del Rey como Jefe del aparato estatal, como lo muestra el hecho de que se reproduce en las monedas y en los sellos, o situada en los lugares emblemáticos de las instituciones públicas; el recurso al fuego y la colocación de la fotografía bocabajo expresan un rechazo o una negación radical, y estos dos medios se explican como manifestación de una crítica de orden político u otro; el tamaño de la fotografía parecía dirigida a asegurar la visibilidad del acto en cuestión, que tuvo lugar en una plaza pública. En las circunstancias del presente caso, el Tribunal observa que el acto que se reprocha a los demandantes se enmarcaba en el ámbito de una de estas puestas en escena provocadoras que se utilizan cada vez más para llamar la atención de los medios de comunicación y que, a sus ojos, no van más allá de un recurso a una cierta dosis de provocación permitida para la transmisión de un mensaje crítico desde la perspectiva de la libertad de expresión” (Stern Taulats y Roura Capellera: párr. 38).

Dicho de otro modo, la incitación a la violencia ha de ser real y materializable, en las condiciones que hemos visto con anterioridad.

Subjetividad, asimetría e inseguridad jurídica

El problema central es que el de la inseguridad jurídica que provoca la subjetividad que provoca la actual regulación de la ley mordaza. No hay posibilidad real de conocer cuándo una declaración pública va a provocar la apertura de un procedimiento penal. Tomo las palabras del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, en el asunto Hustler v. Falwell en el que se analizaba un gran ataque al honor de un predicador: “No hay duda de que la caricatura del demandante y su madre publicada en Hustler es en el mejor delos casos un primo lejano de las viñetas políticas que acabamos de describir. Si fuese posible adoptar un criterio en virtud del cual separar una cosa de la otra, acaso el discurso público no se resentiría demasiado. Pero dudamos de que exista tal criterio, y estamos convencidos de que la peyorativa descripción de «ultrajante» en ninguna caso sirve como tal criterio. En el discurso social y político, «ultrajante» tiene un significado intrínsecamente subjetivo, sobre el que el jurado condena por daños, basándose en los gustos o puntos de vista de sus miembros o, quizás, en su desagrado ante una determinada expresión. Por ello adoptar como criterio el carácter «ultrajante» no es compatible con nuestra jurisprudencia que impide condenar por daños por el mero hecho de que la expresión de que se trate tenga un impacto emocionalmente negativo en el público”.  La inseguridad generada es un mecanismo de censura como otro cualquiera.

Más aún, hay una situación de asimetría. Nos encontramos con declaraciones de responsables públicos atacando o menospreciando gravemente a grupos de personas por sus orientaciones sexuales o por sus familiares fallecidos en la guerra civil y no ocurre nada. Entran dentro del debate público y se aceptan sin más. 

Así debe ser. Sin embargo, unos tuits que están en una dirección ideológica diferente que tienen el mismo gusto (ya sea éste bueno, malo o penoso, lo dejo a la valoración del lector) provocan la apertura del procedimiento penal y, en algunos casos, la emisión de sentencias condenatorias Pero no hay un derecho al buen gusto, ni siquiera al decoro de los parlamentarios: será la sociedad la que decida si el comportamiento le parece adecuado o no o si por el contrario entra dentro de lo admisible como manifestación de la democracia simbólica.

Excediéndonos en el valor de los límites estamos eliminando la propia democracia. Eliminando los supuestos de libertad de expresión para el ejercicio del odio contra personas o colectivos nos encontraremos ante una sociedad más libre.